COLUMNA DE OPINIÓN

Nos hemos vuelto muy dependientes de la tecnología

El domingo pasado (24) las comunicaciones estuvieron a full. Sabedores que a medida que transcurriera la jornada se complicaría el envío, los usuarios más experimentados comenzaron el día mandando los tradicionales mensajes de buenos augurios para la Noche Buena y La Navidad. Otros se la jugaron y esperaron “A las 12”. Poquitos tuvieron suerte que su comunicación llegara en los primeros minutos del 25. No obstante, felices todos.

Claro (No es cita publicitaria) que no siempre es así. Dos días antes (el viernes 22) no anduvo Internet y todo se complicó.

“¡¿Qué pasó?!”

Si alguien nos observó desde arriba, advirtió que (como tantas otras veces) nos ganó la confusión. Íbamos y veníamos sin mucho sentido. Si nos escuchó, oyó casi a coro, con tono plañidero un “¡Se cortó Internet!”, similar expresión a cuando se interrumpe el servicio de telefonía celular: “¡No hay señal!”

En mayor o menor medida, todos dependemos de la tecnología. A partir de la digitalización masiva, los sistemas se caen y no hay opciones; todo está relacionado porque, por ejemplo, las transacciones son controladas para los tributos. “¿No pueden hacer la factura en papel?” ”A éstos tipos no les interesa vender” (elucubración del hombre común).

Si no hubo dinero en mano, al no andar Posnet se hizo imposible el pago con Tarjetas de Crédito y Débito, tan luego en un día de tantas ventas. “Vuelva más tarde”.

Todos somos conscientes que la tecnología llega y se queda. Que, además, nos obliga a correr tras cada nueva opción porque lo que está vigente hoy, mañana es viejo. Negocios son negocios. Y nosotros somos un eslabón más de la cadena de consumo de la sofisticación. Y también estamos cautivos de servicios deficientes: la comunicación es cada vez más sucia porque sobran aparatos y faltan antenas. Así de sencillo.

Filosóficamente las ideas se contraponen. Por un lado aseguramos ser independientes y, por otro, nos entregamos mansamente a los designios de las corporaciones. ¿Quién nos entiende?

Por Roberto A. Bravo