COLUMNA DE OPINIÓN

Hablemos con franqueza, el que roba es ladrón

Los hay en el ámbito privado y público y en ocasiones, comprobado está, se asocian para delinquir. Los primeros hacen negocios y se van. Punto. En todo caso esperarán una nueva oportunidad. Los segundos van por más; siempre van por más. Tanto que, soslayando la más increíble colección de causas y procesamiento acumulados se incluyen (o incluyen a los suyos) en listas electorales.

“Nadie es culpable hasta que se demuestre lo contrario”. Ese es un principio constitucional a respetar a pie juntillas. Pero ética y moral son otra cosa. O, para no incurrir en lo filosófico, podríamos estar hablando de vergüenza (mejor dicho de desvergüenza) ya que, sin eufemismos, estamos hablando de gente que roba y, lo dicho: el que roba es un ladrón.

Lo que hace el hombre común, acusado injustamente, es gritar a los cuatro vientos su inocencia. Es lo natural. No calla. Se rebela.

Ahora,  ésta casta actúa como si nada hubiera sucedido. Como si la catarata de evidencias (que vemos cada día como los diferentes capítulos de una apasionante serie televisiva) no existiera.

Y observando está el electorado. Una buena parte convencido que debe apoyar a los, por ahora, Sospechosos. Aún a sabiendas que filmaciones, escuchas, arrepentidos y flagrante delito no se pueden atribuir a persecuciones políticas ni judiciales.

¿Qué nos pasó? ¿Qué nos pasa?

Las generaciones por venir siempre esperan un buen legado de quienes les precedieron, un buen ejemplo. Sería importante que, el día de mañana, más allá del sentimiento los recuerden por coherentes, por no haber contribuido a avalar la trampa, a institucionalizarla.

Porque en Argentina no hay que esperar gestos de grandeza. Aquí renunciaron muy pocos. ¿Quitarse la vida?

Aquello de Lisandro de la Torre que se suicidó abatido y asqueado por la corrupción ajena, no debe haber existido. Debe ser un mito del pasado.

Por Roberto A. Bravo